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Paisajes, naturalezas y ciudades

El carácter simbólico del escenario

Desde los tiempos de la antigüedad clásica griega y romana se desarrolló una teoría que oponía naturaleza y ciudad. Esta antinomia se convirtió en uno de los temas de gran importancia en las narrativas cristianas occidentales, especialmente con las discusiones que se suscitaron tras la conquista. Naturaleza y ciudad connotan un conjunto de valores que son determinantes para la idea de ordenamiento cultural. La palabra «ciudad» proviene del latín civitas, del cual se deriva el concepto de civilización y todo el conjunto de valores culturales que se desprenden de aquella, como los modales, vivir en régimen de autoridad, las buenas costumbres, etc. La naturaleza se comporta como su contrario, un mundo que no tiene el orden de la civilización, y al no haber habido intervención humana implica la experiencia de lo salvaje, lo agreste, la vida en condiciones incivilizadas, y quienes viven en ella son personas que no han alcanzado la urbanidad. Los antiguos griegos y romanos llamaban a estos habitantes «los bárbaros» (Pagden, 1988, p. 35). Estos principios se trasladaron a América y se emplearon para establecer la diferencia entre pueblos indígenas civilizados, porque tenían ciudades, y bárbaros, los que carecían de ellas.

Mapa 1. Porcentaje de paisajes en relación a la pintura secular

A este contexto valorativo y prácticamente antinómico de la relación entre la naturaleza y la ciudad, que se observa en el discurso colonial iberoamericano, se le deben agregar varios aspectos que hacían parte de la cultura visual moderna. En primer lugar, la naturaleza en las artes tenía una interpretación simbólica determinada por la idea iconográfica de que la flora y fauna significaban vicios o virtudes. La naturaleza mostraba una forma de ser, unos atributos para el objeto que era representado visualmente. Algo similar ocurría con la ciudad, pues, aunque reportaba civilización, también condicionaba todo lo pecaminoso y vicioso que se presentaba en dichos espacios. Esta lectura simbólica que se hacía de la naturaleza y lo urbano, especialmente en la tradición católica, “retrasa” la aparición, el sentido, el uso y la perspectiva del paisaje y el entorno urbano como sujeto visual, lo cual ocurre hasta finales del siglo XVIII. Hasta entonces se empleaban como escenarios “morales”.

Estas son algunas de las razones que explican la muy escasa presencia de paisajes, naturalezas muertas o temas urbanos en la pintura colonial, como se observa en los mapas. Si bien estos temas tenían una amplia tradición visual europea desde el siglo XVII, en la América hispánica este proceso prácticamente llegaría hasta el siglo XIX. Entonces, la pregunta es por qué el paisaje aparece como el segundo tema de mayor representación visual, como lo muestra esta gráfica, en la categoría de temáticas seculares. La respuesta se encuentra en la consideración cultural que le dio importancia a la pintura secular, a las posiciones del protestantismo y a los avances del individualismo. En los mapas puede apreciarse cómo la pintura relacionada con paisajes y naturalezas muertas está fuertemente vinculada con los espacios ocupados por los protestantes: ya fueran ocupaciones directas, como las colonias inglesas norteamericanas, o por viajeros y pintores, especialmente holandeses, que llegaron al Brasil colonial en estancias cortas o de tránsito (Instituto, p. 23). En los demás lugares de América estas son excepcionales, incluso en aquellos con una gran tradición pictórica como la Nueva España, donde los pocos ejemplares de naturalezas procedían de Europa (Arca 3082). Igual sucedió en Perú, donde las pocas naturalezas eran un tema secundario (Arca 6278). En estos dos casos, las pinturas no pueden considerarse como hechuras pertenecientes al género del paisaje, sino narraciones visuales en las que el paisaje tiene un lugar destacado.

Mapa 2. Porcentaje de naturalezas muertas y bodegones en relación a la pintura secular

Una consideración similar aplica para los temas relacionados con las naturalezas muertas como objeto de narración visual. Y este tema es particularmente interesante en las historias de la cultura visual americana por su ausencia, porque fue uno de los predilectos del Barroco español, para el cual los bodegones —escenas de objetos inanimados— hacían parte de la narración del vanitas, uno de los temas barrocos por excelencia (Schneider, 1992, p. 77). En la España del siglo XVII hay una tendencia a este tipo de tópicos, lo que no parece ocurrir en sus reinos de ultramar, donde todo lo relacionado con el vanitas, como los bodegones y las naturalezas muertas, es escaso. En la Nueva España, donde el desarrollo de la pintura fue bastante creativo, con una amplia gama de alternativas, solo hay unos cuantos ejemplos tardíos (ilustración 1, Arca 872), mientras que en el resto de la América hispánica el tema pasa desapercibido, a menos que se consideren como tal algunos bodegones incluidos en pinturas cuya intención era más alegórica. Dos ejemplos son las pinturas ejecutadas por el neogranadino Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (Arca 16582) o el quiteño Vicente Albán (Arca 4232), que pretendían narrar en series las estaciones, en el caso del primero, o los curiosos frutos exóticos de América, dentro de un contexto de razas.

Mapa 3. Porcentaje de vistas urbanas y ciudades en relación a la pintura secular

Las naturalezas muertas, como los paisajes, tienen indiscutiblemente su centro de mayor producción en los territorios anglosajones, de los que procede la mayor cantidad de producción de estos temas, el 9 % y 50 %, respectivamente, como se aprecia en los mapas 1, 2 y 3. Esto se explica por la importancia que tenían los temas seculares debido a la prohibición de representar los religiosos. Dicha actitud no aparece con la misma claridad con respecto a los temas urbanos, pues no es común en los dos conjuntos culturales —Iberoamérica y América anglosajona—, ya que en ambos casos son esencialmente desarrollados en el siglo XVIII. En el mapa de naturalezas muertas (mapa 2) puede marcarse la importancia de este tema en los territorios anglosajones, cerca de un 50 % de su pintura secular. El 12 % en Brasil se explica por el tránsito de extranjeros por la región, y, como se observa, es muy bajo el porcentaje en Perú y Nueva España. Algo similar ocurre con los paisajes (mapa 1), en donde se destaca Río de la Plata, en tanto que tuvo escasa pintura secular, y de las pocas, se elaboraron paisajes. Las denominadas vistas urbanas (mapa 3) son más raras y se desarrollan prácticamente en las mismas regiones donde tiene lugar la pintura anteriormente mencionada.

En los dos territorios tienen porcentajes más o menos similares. Si se parte del principio que la palabra “paisaje” se entendía a comienzos del siglo XVIII como “pedazo de país” (voz “paisage”), esto implicaría que el tema de las ciudades y/o las vistas urbanas hacían parte de este conjunto temático. Sin embargo, en los territorios anglosajones está relacionado con el entorno de la urbanización o los fragmentos de las crecientes ciudades, pero son pocas las representaciones de esta temática (Arca 12886). En Iberoamérica está más relacionado con potencias morales.

 

Ciudades y naturaleza en ciclos de producción

Como sucede con el retrato y otros temas de carácter secular, la mayor parte de los paisajes, bodegones y naturalezas muertas proceden de los territorios ingleses en Norteamérica. Esta situación tiene una explicación por el significado de los temas seculares en sociedades desacralizadas y protestantes. La producción de este tipo de pinturas es continua durante el siglo XVIII, pero tiene un importante repunte en las primeras décadas del siglo XIX, lo que puede responder al creciente gusto burgués del naciente Estado norteamericano (Bjelajac, 2005, p. 192). En Iberoamérica, los tres temas tienen una producción pequeña pero constante desde comienzos del siglo XVII y, excepcionalmente, hay un crecimiento de los temas relacionados con las vistas urbanas en el siglo XVIII (gráfica 1).

Gráfica 1. Línea de tiempo de paisajes, naturalezas muertas y ciudades

 

Las imágenes y los modelos

Debido a la poca presencia de estos temas en la mayor parte de la América colonial, prácticamente no se encuentran modelos narrativos visuales dentro de una misma línea. Aunque sí debe tenerse en cuenta que en algunos casos se siguieron las propuestas de los grabados europeos, que fueron alimentados por la imaginación del pintor. Las pinturas de naturalezas y vistas urbanas concentran determinados temas, que aporta características regionales específicas.

Ilustración 1. Antonio Pérez de Aguilar, Alacena del pintor. Óleo sobre tela, 1769, Nueva España. Colección Museo Nacional de Arte, México. (Dominio público)

El caso de las pinturas relacionadas con las ciudades y las vistas urbanas está muy cerca de aquellos de costumbres que manifiestan aspectos de la vida cotidiana. En la América hispánica, principalmente en México, donde se concentra más del 40 % de la producción de este tema, las representaciones tienden a mostrar una agrupación relacionada con tres entornos. Primero, la celebración de acontecimientos que marcan la memoria urbana, como la construcción de catedrales locales o terremotos, por ejemplo, Arca 2082. En segundo lugar se encuentra una proporción bastante interesante de planos urbanos, muchos de los cuales debieron tener una función administrativa (Arca 3249), en cuanto ayudaban a definir límites religiosos o civiles, tanto de diócesis (Arca 3096) y poblados, como de zonas rurales.

Las vistas urbanas propiamente dichas son la tercera alternativa, y se pintan en la denominada forma visual vuelo de pájaro plazas o zonas de la ciudad que eran importantes simbólica o administrativamente (Arca 561). En esta temática se encuentran narraciones que por sus características pueden ser excepcionales, como ocurre con un conjunto de doce pinturas del novohispano Juan Patricio Morlete (ilustración 3, Arca 11107), colección curiosamente dispersa en varios lugares del mundo, que representa vistas de puertos, especialmente franceses, que fueron tomados de grabados de su época (Retana Márquez, 1996, p. 115), como puede contrastarse en la página de Pessca. Igualmente puede tenerse en cuenta que, además de las pinturas mayoritariamente novohispanas, hay un gran interés anglosajón por este tipo de imagen. La mayoría de ellas localizada en las primeras décadas del siglo XIX, que da testimonio del crecimiento y los servicios urbanos de una sociedad que iniciaba su despegue industrial. Finalmente, las vistas urbanas también fueron empleadas en otro tipo de soporte de pintura, los biombos, en los cuales, con frecuencia, aparecían escenas y mapas urbanos (Arca 554).

Ilustración 2. Joaquín Leandro, Vista da igreja e praia da gloria. Óleo sobre tela, 1790, Brasil. Colección Museo Histórico Nacional, Río de Janeiro. (Dominio público)

Los paisajes, por su parte, son más difíciles de establecer en una categoría o clasificación porque la mayoría surgen dentro de un conjunto narrativo que no los define así. Es decir, no hacen parte de la subjetivización del entorno natural. En este sentido, más que a una clasificación, puede atenderse a las representaciones de la naturaleza dentro de dos criterios. El primero de ellos es un grupo de pinturas en las que el objetivo no es el paisaje, sino un tema determinado, pero la fuerza de la naturaleza es tan grande que define la pintura (Arca 6070). El segundo grupo se centra en la mirada del transeúnte o del viajero, plasmando situaciones en las que se confunden el paisaje natural y las actividades de sus habitantes, por lo que las actividades terminan siendo parte del panorama visual (Arca 6588). Pinturas de esta condición se encuentran, por ejemplo, en territorios de paso para viajeros de muchas nacionalidades, como fue el caso del Brasil colonial, que heredó una significativa corriente de paisajistas (ilustración 2, Arca 8725) (Serrão, 1394). La excepción son las pinturas de paisaje anglosajonas, que rompen con los criterios anteriores, pues en ellas ya se encuentra una tendencia a representar el paisaje como sujeto individualizado. La mayoría conforma una tradición visual que se arraiga a finales del siglo XVIII, y, en la medida que escala hacia el siglo XIX, los temas se vuelven más “nacionalistas” (Bjelajac, 2005, p. 200), un romanticismo del paisaje que destaca la expansión del territorio que cada vez se hace más nacional (Arca 11533).

 

Los escenarios en la cultura colonial

El lugar que ocupan el paisaje y la naturaleza en la cultura visual debe entenderse a partir del sentido que albergaba la palabra «naturaleza» en la tradición barroca de los siglos XVII y XVIII. Si se parte del diccionario de autoridades, la voz «naturaleza» remitía a “agregado, orden y disposición de todas las entidades, que componen el universo”, y desde esta perspectiva comprendía un conjunto de elementos que estaban más allá de la simple remisión a la flora y fauna, y al espacio que estas ocupaban. Para entonces, los siglos XVII y XVIII cargaban tras de sí la percepción medieval y humanista de una naturaleza llena de componentes mágicos, la cual entrañaba un carácter mistérico y esotérico (Sebastián, 1989, p. 17). Hasta los alquimistas trabajaban en ella para descubrir sus misterios. El “poder contemplativo de la mente” actuaba también en este sentido para descubrir los misterios. La naturaleza era, entonces, uno de los elementos que componían la realidad, por lo que engañaba los sentidos; luego, meditarla, tratar de ver más allá de la experiencia sensible, facultaba el «desengaño», que era no vivir engañado por las falsas ilusiones de lo que se aparecía frente a los ojos.

Ilustración 3. Juan Patricio Morlete, El puerto viejo de Tolón. Óleo sobre tela, 1771, Nueva España. Colección Los Angeles County Museum of Art (LACMA), Los Ángeles. (Dominio público)

Frente al complejo panorama ideológico que acompañaba la idea de naturaleza y que de muchas maneras influyó para que visualmente se la representara, o que también marcó su ausencia en América, deben tenerse en cuenta dos problemas con respecto a su producción y circulación. En primer lugar, y contrario a lo que parece demostrar la existencia actual de estas pinturas de paisajes, vistas urbanas y bodegones, entre otras, los rastros documentales parecen advertir que este tipo de obras fue muy apetecido en los territorios hispánicos como objeto de decoración (Villalobos, p. 115). Hay evidencias que muestran la amplia circulación y el comercio, desde los Países Bajos, de pinturas de “países” y bodegones, así como una tenue producción local americana (Justo Estebaranz, 2013, p. 205). Pero quizá su carácter secular es lo que no permite que se destaque su importancia para el coleccionismo o la transmisión hereditaria, si se le compara con la conservación de la pintura religiosa. Es decir, no deja de ser curioso que un tipo de pintura que tuvo demanda en los siglos XVII y XVIII haya desaparecido, o al menos sus rastros visuales sean casi imperceptibles.

El segundo aspecto es quizá el punto más significativo cuando se pone en discusión el alcance y sentido que tiene el paisaje —natural y urbano— en la pintura colonial: se trata de la presencia de este en la tradición visual colonial como “escenario”. Desde el siglo XVI la cultura visual colonial empleó tanto el paisaje de la naturaleza o el urbano para darle argumentos visuales al relato de la obra que se estaba tratando. En este sentido, el paisaje se comportó no solo como un “telón de fondo” en el que transcurrían las escenas bíblicas, cristológicas o de la vida de los santos, por mencionar algunos casos, sino que también tenía una función argumental y un lugar propicio para mostrar las diferencias de la naturaleza con respecto a la que existía en Europa (gráfica 2). Por mencionar algunos casos: en las pinturas de santos eremitas o padres del desierto, como esta de san Melchú (Arca 5005), es frecuente que se destaque el paisaje americanizado. De esta manera se insiste en el carácter del retiro voluntario del mundo, en el que el paisaje representa las apetencias y las bellezas a las que se está renunciando. Lo mismo sucede en las pinturas relacionadas con la huida, el descanso o el regreso de Egipto de la Sagrada Familia (Arca 0604), que solían incluir interesantes paisajes que daban sentido a la narración, en los que la naturaleza es un manifestación del poder de Dios, y que, de paso, incorporaban elementos nativos de la flora o fauna americanos.

Gráfica 2. Proporción de los escenarios representados

El paisaje, de este modo, no solo se comportaba como un escenario impávido en el que transcurrían los acontecimientos humanos o divinos. Detrás de este se articulaba el sentido de la narración. El mismo principio aplicaba a la ciudad. Es decir, el trasfondo aportaba características que le proporcionaban dirección al discurso visual. Y esto es quizá lo más representativo de la ciudad y la naturaleza en la América colonial, una aportación de sentido. El fondo visual –el escenario– en el relato visual de la historia de un santo, de una advocación a la Virgen, de un tema cristológico o simplemente de un retrato revelaba aspectos que trataban de aportar a la interpretación de la representación.

Algo similar ocurre con la presencia de los espacios urbanos en las pinturas, pues estos elementos narrativos llamaban la atención sobre el carácter de las pasiones, la civilización, etc. Suelen aparecer en las pinturas cristológicas, en las alegorías y en las pinturas que remiten a la vida cotidiana, y con frecuencia se representan en los biombos, como puede observarse en la gráfica de los temas de los biombos, en la que el porcentaje es del 38 %, bastante significativo. Un ejemplo es el carácter alegórico de las ciudades que, siguiendo la tradición medieval, eran representaciones de la Ciudad de Dios, tema importante en la tradición católica para mostrar el paraíso, el lugar místico o el encuentro con Dios. Las pinturas de las visiones de la monja de Ágreda muestran el entorno de la ciudad de Jerusalén como ciudad de Dios (Arca 3619).

La gráfica de los escenarios muestra la clasificación de todas las pinturas americanas a las cuales se les ha definido el tipo de escenario, los porcentajes confrontan esta perspectiva, pues al analizar cómo se comportan los escenarios en el conjunto de las pinturas, es claro el relieve que tenían como elementos simbólicos para el desarrollo de los diversos temas. El 17 % de las pinturas desarrollaba paisajes, mientras que el 9 % se trataba de escenarios centrados en espacios urbanos. Los porcentajes pueden crecer un poco si se tiene en cuenta que muchos espacios interiores y habitacionales intencionalmente incluían ventanales para mostrar naturalezas y ciudades. Los escenarios tenían un carácter narrativo que estaba más allá del simple ornato, ya que se comportaban como elementos simbólicos que complementaban la narración visual. Estos datos permiten dimensionar el significado del paisaje dentro de la pintura colonial antes de que este alcanzara un estatus independiente; es decir, el paisaje como objeto y sujeto de observación, lo que debió ocurrir a finales del siglo XVIII.

 

 

 

Referencias bibliográficas y lecturas recomendadas

Bjelajac, David. (2005). American Art. A Cultural History. Nueva Jersey: Pearson Education.

Donahue-Wallace, Kelly. (2008). Art and Architecture of Viceregal Latin America. Albuquerque: University of New México Press.

Justo Estebaranz, Ángel. (2013). El pintor quiteño Miguel de Santiago (1633-1706). Su vida, su obra y su taller. Sevilla: Universidad de Sevilla.

Instituto Cultural Itaú. (1996). Cadernos historia da pintura no Brasil. Pintura Colonial. São Paulo: Itau.

Lemperie, Annick. (2001). La Ciudad de México, 1760-1860: Del espacio barroco al espacio republicano. En Esther Acevedo, Hacia otra historia de arte en México. De la estructuración colonial a la exigencia nacional (1780-1860). México: Conaculta.

Moura Sobral, Luis de. (2008). Figuras, temas y tendencias de la pintura portuguesa y brasileña de la Contrarreforma. En Juana Gutiérrez Haces y , Jonathan Brown, Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico, siglos XVI-XVIII. México: Fondo Cultural Banamex.

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Pagden, Anthony. (1988). La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la etnología comparativa. Madrid: Alianza Editorial.

Retana Márquez, Óscar Reyes. (1996). Las pinturas de Juan Patricio Morlete Ruiz en Malta. Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, 68.

Sebastián, Santiago. (1989). Contrarreforma y Barroco. Madrid: Alianza Editorial.

Serrão, Vítor. (2009). Os Programas Imagéticos na Arte Barroca Portuguesa e a sua Repercussão nos Espaços Coloniais Luso-Brasileiros. En https://www.upo.es/depa/webdhuma/areas/arte/4cb/pdf/V%C3%ADctor%20Serr%C3%A3o.pdf.

Schneider, Norbert. (1992). Naturaleza muerta. Apariencia real y sentido alegórico de las cosas. Colonia: Editorial Benedikt Taschen.

Villalobos, Constanza. (2016). El lugar de la imagen en Santafé, siglos XVII y XVIII. Bogotá Universidad de los Andes [tesis doctoral, Departamento de Historia, Universidad de los Andes, Bogotá].

 

 

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