X
{{cat.name}}
{{singleVars.tipo}}
({{singleVars.numero}})
Retrato para recordar: las miniaturas y el retrato mortuorio

Formas de recordatorios

Un tipo de retrato americano que cumplió una función distinta fue la pintura que puede denominarse de “recordatorio”, es decir, aquella que conmemoraba un hecho individual relacionado con la conservación pública o privada de la memoria de una persona. Estas pinturas pueden ubicarse en dos grandes conjuntos que proceden del género del retrato: la del cuerpo fallecido de una persona, llamada «pintura mortuoria», y que en el caso iberoamericano se trató de infantes, hombres adultos —eclesiásticos y laicos— y principalmente monjas de clausura, siendo estas últimas quizás las más conocidas de todas estas pinturas. Al segundo grupo lo compone un tipo de narración visual, la miniatura, que por sí misma fue una técnica para elaborar retratos. Estos dos tipos de creación de la memoria no fueron un fenómeno visual que se extendiera a lo largo de toda la América colonial, sino que se presentó en algunos lugares.

Mapa 1. Proporción de retratos funerarios con respecto al total de retratos

Para entender el uso de estas pinturas como recordatorios deben sobreponerse dos contextos particulares: la consolidación de la experiencia de la muerte y la lenta formación de los sentimientos individuales. La muerte es uno de los temas más desarrollados en los siglos XVI y XVII. Íntimamente relacionada con las tendencias sociales del Barroco y su idea del desengaño, durante estos siglos se generó una cultura alrededor de la muerte, al punto que se convirtió en uno de los tópicos más populares de la literatura y el arte. En estas sociedades donde crecía el individualismo fue el mejor momento para que se comenzara a convivir con la muerte. Durante los siglos XVII y XVIII se formó una relación distinta, “la actitud antigua en que la muerte está a la vez próxima, familiar, y disminuida, insensibilizada, se opone demasiado a la nuestra, en la que causa tanto miedo que ya no osamos decir su nombre” (Aries 1987, p. 32). Esta es la muerte domada, tan ritualizada que demanda una cristología renovada. Por eso se hace tan importante el tema de la crucifixión y muerte de Cristo, más que la resurrección, en esta cultura barroca.

Íntimamente relacionada con las tendencias sociales del Barroco y su idea del desengaño, durante estos siglos se desarrolló una cultura alrededor de muerte, al punto que se convirtió en uno de los temas más populares de la literatura y el arte.

En este contexto cobra vigencia la pintura mortuoria como expresión del retrato secular, y sobre todo dentro del espacio de consolidación de este tipo de representaciones en el siglo XVIII. Las pinturas conocidas son bastante escasas y se ubican en el mundo hispanoamericano con diferentes intensidades. Existen pocos ejemplos de niños muertos en Perú, México y Nueva Granada; mientras que la pintura fúnebre masculina se reparte en la Nueva Granada, Charcas (Alto Perú), México, Quito y la Capitanía de Chile. Las monjas coronadas, por su parte, cubren un área más o menos similar, y son más frecuentes sus retratos en la Nueva Granada, región que actualmente posee cerca del 51 % de las pinturas conocidas. Como se observa en el mapa 1, el fenómeno se da mayoritariamente en los Andes suramericanos, con una presencia fuerte en Nueva Granada y Quito, donde el promedio se encuentra entre el 12 % y el 20% sobre el total de los retratos. Lo restante se reparte entre Perú, Chile, México y Alto Perú (Bolivia) bajo formatos visuales y de composición muy similares, aunque muchas veces conservaron características particulares a cada región. La tradición parece proceder de los conventos españoles, en los que se encuentran algunos ejemplos de monjas coronadas, pero con una representación mucho más sencilla. Sin embargo, en conjunto, estas pinturas fúnebres no alcanzan a ser el 3 % del total de la pintura de retrato. Como se observa en esta gráfica, el retrato fúnebre masculino no es más del 1 %. Pero debe analizarse dada la importancia del tema de la muerte en estas sociedades del Barroco.

El segundo contexto necesario, que hemos denominado formación de los sentimientos individuales, está relacionado con otra experiencia de la individualidad moderna en función de los sentimientos modernos. Muchas formas de amor moderno se forman en estos siglos: a la pareja, a la familia, a los niños, a los amigos, etc. (Aymard, 1993, p. 57). Este es el contexto en el que surge la miniatura, una pintura de retrato que puede permanecer todo el tiempo con su dueño, una acción reservada y personal. La miniatura tiene una condición muy distinta pues se trata de una técnica y no solo de un tema. Técnicamente, y en sentido estricto, es una pintura elaborada sobre una pequeña superficie plana y lisa, como vidrio, porcelana, mármol, vitela, pergamino o marfil. La miniatura tenía una larga tradición en Europa, incluso fue muy cultivada en la Edad Media, y tuvo un renovado impulso en el siglo XVIII (Giraldo, 1980, p. 13).

Mapa 2. Proporción de miniaturas con respecto al total de retratos

En la América colonial tiene un volumen de producción bastante representativo precisamente a partir de este siglo, lo que permite asumirla como un enclave dentro del retrato, con características y condiciones muy particulares. Su producción es voluminosa en los territorios anglosajones, en donde se produce cerca del 94 % de las miniaturas encontradas para esta investigación. Este tipo de retrato está relacionado con la secularización del relicario cristiano, porque eran pequeñas cajas donde se resguardaba aquello que representaba a la persona querida: un mechón de cabello y un retrato de esa persona. En el mapa 2 se aprecia que hace parte del 22 % de la producción regional anglosajona con respecto al total de su pintura de retrato, y es prácticamente inexistente en América hispánica. Las miniaturas también se encuentran a finales del siglo XVIII en otros lugares de América hispánica en dimensiones muchísimo más modestas. El tema será efectivamente más relevante durante el siglo XIX, cuando se producirá en gran cantidad.

 

Los tiempos de las miniaturas y los retratos mortuorios

En la América colonial, y siguiendo la tradición europea, existen miniaturas desde el siglo XVII, pero indudablemente se pusieron de moda en el siglo XVIII, como se observa en la línea de tiempo, en la que se aprecia cómo va adquiriendo fuerza a lo largo del siglo. Su producción se incrementa en la década que comienza en 1770 y está muy presente en los Estados Unidos. Por su parte, el retrato funerario presenta unas variaciones interesantes: el masculino se mueve a lo largo del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, mientras que el infantil cubre solo el siglo XVIII de manera más o menos continuada, y la pintura de monjas coronadas es fundamentalmente del siglo XVIII, con una larga prolongación hasta finales del siglo XIX, en el que sobrevive la tradición prácticamente sin cambios (Borja, 2016, p. 63). Esto quiere decir que la mayor parte de la producción mortuoria se encuentra en los límites del siglo XVIII. Algunas de estas tradiciones fueron reemplazadas por la fotografía, especialmente en los casos de las monjas coronadas y los niños muertos.

Gráfica 1. Línea de tiempo de las miniaturas y el retrato mortuorio

 

Convenciones para los retratos del recuerdo

El retrato en miniatura, independientemente del lugar de procedencia, no tuvo mayores variaciones en su composición formal. Se trata de pinturas sencillas que, a diferencia de otros retratos, se caracterizaban por su reducido tamaño, lo que posibilitaba que fueran transportadas atadas con una cadena, en algunos lugares del vestuario o en el bolsillo. Igualmente, los materiales que se empleaban para su hechura eran distintos a los que se empleaban en la pintura de caballete, pues prácticamente el 80 % eran acuarelas elaboradas sobre marfil. El modelo visual solía ser el mismo tanto para las pinturas masculinas como para las femeninas: se retrata el busto del sujeto sobre un fondo neutro e indefinido. Generalmente tenían un marco metálico con una argolla para sostener la cadena (ilustración 3).

La mayor parte de los retratados se encuentran de frente y en algunas ocasiones se emplea el perfil (Arca 11590). Como la mayoría de estas representaciones son anglosajonas, su estilo es bastante austero, pues no tienen escenarios o complejos elementos simbólicos. Las miniaturas que tienen un relato visual cercano o paralelo a la pintura de caballete, como este ejemplo de Ralph Earl (Arca 12034), son excepcionales. También debe tenerse en cuenta que aparentemente existe una mayor producción de estas pinturas de retrato masculino, con respecto a la pintura de miniatura femenina, como se observa en la gráfica de retratos para recordar, sin embargo, ambos están proporcionados en relación a su propia producción: según la gráfica, las masculinas eran el 15 %, mientras que, según la gráfica, las femeninas eran el 14 % de los retratos. También se presentó miniatura infantil, pero en proporciones de producción mucho más pequeñas (Arca 11886).

Ilustración 1. Anónimo, Sor Inés de la Trinidad. Óleo sobre tela, ca. 1715, Nueva Granada. Colección de Arte del Banco de la República, Bogotá. (Fotografía del Banco de la República/Óscar Monsalve)

 

Por su parte, el retrato funerario también tenía modelos y convenciones más o menos similares para representar el cuerpo fallecido de infantes, hombres y monjas. Por lo general había dos tipos de representación: en la primera, que es la más común, el sujeto yace sobre un catafalco o ataúd, recostado en actitud completamente horizontal (ilustración 2, Arca 20031), los adultos pocas veces de cuerpo completo (Arca 987), gesto que es más común en las pinturas fúnebres de niños (Arca 2176). La segunda era pintar el cuerpo fallecido como si aún viviera, en posición de tres cuartos, pero con los ojos cerrados (Arca 1922 y 760), que es común tanto en monjas como en hombres. Dos elementos característicos a estas pinturas son: primero, no se han encontrado representaciones fúnebres en retratos de mujeres no religiosas, ni siquiera de aquellas mujeres ejemplares, como sí sucede con los hombres; y, en segundo lugar, consecuencia de este asunto, en el retrato funerario masculino, aunque es mayoritariamente eclesiástico, también se encuentran representaciones civiles.

De estas pinturas fúnebres, las más numerosas son los retratos de las monjas, los cuales se elaboraron en los momentos posteriores a su defunción, adornadas con coronas de flores. En un principio pueden clasificarse dentro de la tipología de la pintura del retrato, pero, por el contexto en el que se originan, contienen características que las distancian de este género, pues tienen como fundamento una función espiritual: retratar una vida ejemplar. De cualquier manera, las que se producen en el ámbito hispanoamericano tienen un formato similar al de la ilustración 1 (Arca 16423): yace de medio cuerpo vistiendo el hábito de su orden, recostada sobre un almohadón (otras reposan sobre un ladrillo), con los ojos cerrados y sobre su cabeza una corona de flores, muchas veces el cuerpo está cubierto con otras flores. El fondo es oscuro y, generalmente, hay una cartela con detalles de su vida.

Ilustración 2. Anónimo, Retrato fúnebre de Ana Dantés de Olivera. Óleo sobre tela, siglo XIX, Nueva Granada. Colección Museo Colonial, Bogotá. (Fotografía del Museo Colonial/Óscar Monsalve)

 

La muerte y el recuerdo

Detrás de este complejo de pinturas, quizás un tanto escabrosas para el ojo contemporáneo, existe un importante culto al sentido de la muerte como tránsito, un tema central para la cultura barroca colonial. La muerte es de los temas que despierta mayor interés en la cultura visual, pues los siglos del XVI al XVIII recogen el impacto que ocasionó en la cristiandad medieval la gran peste de 1348. Este acontecimiento produjo un altísimo nivel de mortandad, cercana a una tercera parte de la población en muchos lugares de Europa, lo que ocasionó la transformación de la cultura y del concepto de la muerte: el culto al Cristo crucificado y muerto se expandió con rapidez, sustituyendo al resucitado en los presbiterios de las iglesias. Y con este cambio, el culto a la muerte, el arte se hace más macabro y alimenta la secularización (Delumeau, 1989, pp. 155 y ss.).

Detrás de la concepción de la muerte se encuentra otro elemento, el desengaño. La idea barroca es que los sentidos falsean la realidad y la experiencia religiosa sirve para desengañarse.

La cultura barroca se entusiasma y revive el sentido escatológico de la muerte, y el gran modelo sigue siendo el Cristo crucificado, muerto y resucitado. Este se convierte en el prototipo de los santos, de modo que la pintura representa de manera directa o indirecta esta condición: la muerte de Cristo, el momento de los mártires, la vida de los santos y las escenas del purgatorio, el infierno o la gloria, es decir, todo lo que implica las postrimerías y la escatología. Por ello, buena parte de esta cultura visual colonial está impregnada de una concepción de la muerte. Detrás se encuentra otro elemento, el desengaño. La idea barroca es que los sentidos falsean la realidad y la experiencia religiosa sirve para desengañarse, para aprender a ver la verdadera realidad que se encuentra detrás de lo que enseñan los sentidos.

Ilustración 3. Charles Willson Pealle, George Washington. Acuarela sobre marfil, 1777, Estados Unidos. Colección Metropolitan Museum of Art (MET), Nueva York. (Dominio público)

 

Esta es la verdad que se encierra detrás de la muerte, la vida como desengaño. El tema se encuentra presente en la sobriedad del retrato fúnebre, y en el eclesiástico se hace gala de la mortificada vida que llevaron los difuntos, por eso recuestan su cabeza sobre un ladrillo y las vestiduras eclesiásticas muestran su virtud en la adversidad. Las pinturas fúnebres exponen las condiciones de estas personas: el virrey Solís, por ejemplo, que al abandonar su cargo se quedó en Santafé de Bogotá y profesó como franciscano, en su retrato mortuorio refleja su vida humilde y penosa (Arca 18466). En el caso de las monjas coronadas, la muerte se refrenda como un oxímoron con las flores, una contradicción en sí misma: la flor representa lo efímero de la vida, pero el color y el olor de las flores simbolizan la santidad y la belleza. La recompensa a una vida sacrificada es una santa muerte que se manifiesta en virtudes destacadas por los significados iconográficos de las flores (Arca 1025). Esta es la razón por la cual la mayor parte de estas monjas están coronadas de flores, como en el momento de su profesión. Detrás de esta aparente simplicidad de la composición se encuentra un complejo entramado de elementos iconográficos, así como contextos específicos que también aluden a la vida conventual femenina en la cultura colonial y a la importancia de la muerte en las sociedades católicas barrocas. Finalmente, los muertos virtuosos duermen en un jardín florido (Aries, 1987, p. 29).

En el caso de las monjas coronadas, la muerte se refrenda como un oxímoron con las flores, una contradicción en sí misma: la flor representa lo efímero de la vida, pero el color y el olor de las flores simbolizan la santidad y la belleza.

Las miniaturas tienen otro objetivo, convertirse en el recordatorio de una persona querida. La pintura de caballete es la fuente que permite observar el uso que tenían estas miniaturas. En algunos retratos se encuentran personas con estas miniaturas colgadas al cuello (Arca 11292), con cadenas como relojes de bolsillo, o como prendedores y manillas (Arca 11091). En estos ejemplos citados, la pintura ofrece los lineamientos para analizar el significado que tenían las miniaturas como artefacto cotidiano y cómo se constituían en elementos centrales para el recuerdo, pues guardan la memoria del sujeto. Esta costumbre fue sustituida por la fotografía. El retrato en miniatura era un objeto personal, que servía para conmemorar los nacimientos, compromisos, matrimonios e incluso las muertes.

Finalmente, este conjunto de temas relacionados con la muerte y con guardar memoria de los seres queridos traspasaron la frontera de los temas coloniales y se prolongó durante el siglo XIX, y en algunas ocasiones abarcó el siglo XX. La pintura de monjas coronadas, por ejemplo, continuó en la tradición latinoamericana a lo largo del siglo XIX, de manera que buena parte de los retratos conocidos pertenecen a la segunda mitad de ese siglo. Y lo más interesante es que la pintura es reemplazada por la fotografía de monjas coronadas, como puede observarse en este ejemplo peruano del siglo XX (Arca 6966). Este no fue el único caso: la pintura del niño muerto, que reemplaza al hijo fallecido y pone de presente su ausencia, también fue sustituida por la fotografía, cuando esta aparece en el siglo XIX, moda que se mantiene hasta bien entrado el siglo XX (Castañeda, 2016, p. 152). Algo similar ocurre con la miniatura, cuyo uso se extiende por los nuevos países latinoamericanos en el siglo XIX, convirtiéndose en un objeto de uso de las consolidadas burguesías del siglo. La fotografía también hará entrar en desuso el retrato de miniatura, pues abarata los costos y más personas tienen así acceso a una representación para recordar.

 

 

 

Referencias bibliográficas y lecturas recomendadas

Aries, Philippe. (1987). El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus.

Aymard, Maurice. (1992). Amistad y convivencia social. En Philippe Aries y George Duby, Historia de la vida privada. Madrid: Taurus.

Borja Gómez, Jaime Humberto. (2016). Retrato de vidas ejemplares: Monjas coronadas en el Nuevo Reino de Granada. En Muerte barroca. Retratos de monjas coronadas. Bogotá: Banco de la República.

Castañeda, Sigrid. (2016). Imágenes del recuerdo: Retrato post mortem durante los siglos XVIII y XIX. En Muerte barroca. Retratos de monjas coronadas. Bogotá: Banco de la República.

Delumeau, Jean. (1989). El miedo en Occidente (siglos XIV al XVIII). Una ciudad sitiada. Madrid: Taurus.

Giraldo Jaramillo, Gabriel. (1980). La miniatura, la pintura y el grabado en Colombia. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura.

Gutiérrez Usillo, Andrés. (2012). Nuevas aportaciones en torno al lienzo titulado Los mulatos de Esmeraldas. Estudio técnico radiográfico e histórico. Anales del Museo de América, XX, 7-64.

Montero, Alma. (2016). Monjas coronadas en Colombia: Colección de Arte del Banco de la República. En Muerte barroca. Retratos de monjas coronadas. Bogotá: Banco de la República.

Sullivan, Edward. (2007). La mano negra: notas sobre la presencia africana en las artes visuales de Brasil y el Caribe. En Joseph J. Rishel y Suzanne Stratton-Pruitt (comps.), Revelaciones. Las artes en América Latina, I492-I820. México: Fondo de Cultura Económica.

 

 

Contenidos recomendados