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Venerables y beatos

Venerables y beatos en la cultura colonial

En la tradición católica existe un procedimiento complejo para que una persona pueda ser inscrita en el canon; es decir, declarado santo canónicamente. El culto a hombres y mujeres destacados espiritualmente apareció en la época de la Iglesia primitiva, en la cual se le dio un lugar privilegiado a los mártires, aquellos que morían en testimonio por la fe. En ese entonces se hacían santos sin procedimientos formales, prácticamente se aplicaba el principio Vox Populi, Vox Dei (la voz del pueblo es la voz de Dios). Solo fue hasta el año 993 cuando se llevó a cabo la primera canonización, se trataba de Ulrico de Augsburgo, canonizado por Juan XV (Fries, 1979, t. II, p. 639). Esta primera canonización implicó la organización, de manera laxa pero canónica, del proceso de proclamación de un santo, así como del santoral. El ataque de los protestantes en el siglo XVI al culto de los santos develó que el procedimiento era poco claro jurídicamente, de modo que las bulas de Urbano VIII, promulgadas en la década que comienza en 1620, organizaron el proceso de manera estructurada. A partir de este momento quedaron plenamente establecidos tres términos que preceden a cualquier proceso de santidad: siervo de Dios, venerable y beato.

Al morir una persona con fama de santo —lo que usualmente incluía pruebas visibles de santidad, como expeler el cadáver un olor agradable (conocido como olor de santidad), acciones o prodigios especiales del cadáver, entre otros—, una comunidad se organizaba para solicitarle al obispo del lugar un procedimiento canónico. Para el efecto se iniciaban las indagaciones previas sobre la vida y las virtudes del sujeto, y si en una primera revisión nada impedía (nihil obstat) el procedimiento para abrir la causa, recibía el nombre de «siervo de Dios». En seguida, un promotor de causa iniciaba un largo procedimiento jurídico en el que se revisaban testimonios, escritos y otras pruebas, que de cumplir con condiciones especiales, entre ellas una demostración previa de “virtudes heroicas”, el papa declaraba al sujeto como «venerable». Así comenzaba un largo procedimiento de comprobación de acciones prodigiosas entre las que se contaba, por lo menos, un milagro para que el sujeto fuera declarado «beato», lo que podía tardar textualmente siglos. Y una vez terminado este proceso se iniciaba otro igual de largo, con la comprobación de, por lo menos, dos milagros y otras circunstancias especiales para que la persona pudiera ser canonizado como santa.

Mapa 1. Proporción de venerables y beatos por región con respecto a los santos en conjunto

La importancia de tener santos para una ciudad o una región radicaba en que se creía que poseerlos era una bendición de Dios. Por esta razón se presentó una cantidad considerable de procesos de venerables en la cultura colonial, pero de estos muy pocos llegaron a ser beatos. De hecho, una buena parte de los venerables coloniales, a quienes se les abrió proceso en su época, solo llegaron a ser beatos o santos hasta el siglo XIX y XX. Por ejemplo, la venerable quiteña Mariana de Jesús, conocida como la Azucena de Quito, que murió en 1645, fue beatificada en 1853 y canonizada en 1950 (ilustración 2); el famoso obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza, que murió en 1659, solo fue declarado beato hasta el 2011; el indio Juan Diego, a quien supuestamente se le apareció la Virgen de Guadalupe en 1531, fue beatificado en 1990 y canonizado en el 2002; y Pedro de Betancourt, que murió en 1667, fue beatificado en 1980. Los procesos fueron largos, y la mayoría quedaron en el estado de siervos de Dios y muchos más en las indagaciones previas. A pesar de lo largo que podía ser el procedimiento, las ciudades coloniales compitieron por hacer santos, los virreinatos también y la Corona asumió sus procesos y costos, porque finalmente era parte de las consecuencias del patronato regio y una demostración ferviente de cómo Dios aprobaba el trabajo de la Corona (Sánchez-Concha Barrios, 2003, p. 54).

Como para las ciudades coloniales tener santos era regalo de Dios a su buen comportamiento, entraron en la carrera para que se reconocieran sus muertos en fama de santidad.

Para promover la causa de venerables y beatos, a pesar de que las disposiciones de Urbano VIII imponían la prohibición de culto público, se elaboraban pinturas, lo que de alguna forma servía para conseguir acciones prodigiosas que se sumaran a la causa, pues esta era una de las funciones de las imágenes milagrosas. Y son estas precisamente las que están presentes en la mayor parte de las regiones iberoamericanas, en mayor o menor medida. Como para las ciudades coloniales tener santos era regalo de Dios a su buen comportamiento, entraron en la carrera para que se reconocieran sus muertos en fama de santidad. En el mapa 1 puede observarse que la mayor parte de los territorios coloniales tuvieron pinturas de beatos y venerables, ya fueran propios o de las órdenes religiosas instaladas allí. La cultura visual preservó a siervos de Dios y venerables como parte de su legado, sobresaliendo en cantidad visual México, Guatemala y Nueva Granada. Estos porcentajes corresponden a venerables y beatos con respecto a la producción total de santos. En algunos casos, las comunidades religiosas conservaron series de pinturas con sus venerables y beatos de otras provincias, pues finalmente estos eran los modelos de santidad que debían seguir sus miembros.

Este elemento es precisamente el que hace que se incremente el número de pinturas de beatos y venerables en regiones como la Nueva Granada, Quito o Chile, donde no hubo una presencia significativa de posibles candidatos a santos, pero sí colecciones representativas de beatos, como la dominica en Santiago (Arca 13395 al 13428), o la también dominica en Tunja (Arca 19384 al 19395). Explícitamente, las colecciones de beatos y venerables se encuentran en la mayoría de los territorios coloniales, pero las de siervos y ejemplares, solo en aquellos que entraron en la competencia. Algunas regiones incentivaron la devoción, aunque no hubo culto a sus venerables regionales, pero, por el hecho de ser los únicos, se convertían en orgullo regional, como el caso de la mencionada María Ana de Paredes Flores y Jaramillo, conocida como Mariana de Jesús.

 

Curva de temporalidad

Las pinturas de venerables y ejemplares coinciden y son consecuencia de las reformas de Urbano VIII, por lo que se comienzan a elaborar a partir de la década que comienza en 1620, como muestra la línea de tiempo (gráfica 1). La cresta a comienzos de esa centuria está relacionada con las dataciones amplias que cubren todo el siglo. Como también las pocas representaciones de beatos. En esta línea de tiempo también puede observarse que la producción visual se mantiene durante los dos siglos, pero se incrementa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando ya hay una cristiandad “madura” y con mayor capacidad de producir sujetos ejemplares.

Gráfica 1. Línea de tiempo de venerables y beatos

 

Prototipos de ejemplaridad

La clasificación de las pinturas de venerables y beatos para la América colonial de los siglos XVII y XVIII conlleva algunos problemas debido a las circunstancias del mismo procedimiento canónico de santificación. Los santos comenzaban a tener culto público después de su canonización, de modo que para comienzos del siglo XVII ya se encontraba un santoral más o menos establecido. A partir de ese momento, y con la nueva legislación de Urbano VIII, que hizo mucho más lentos los procesos de canonización, fueron muy pocos los santos “nuevos” que se incorporaron al santoral (Rubial, 1999, p. 42). Esto implica que el santoral permaneció más o menos inamovible durante estos siglos, pero no ocurrió lo mismo con los venerables y beatos. Sus procesos comenzaban prácticamente después de sus muertes y el procedimiento para llegar a ser elevados a alguna de las dos categorías podía tardar, como ya se ha dicho, cientos de años. En el mismo periodo colonial, un sujeto ejemplar podía pasar por los tres estadios —siervo, venerable y beato— o permanecer en uno solo de ellos. Excepcionalmente, dos beatos coloniales alcanzaron a ser santificados en esta época, este fue el caso de Rosa de Lima y Felipe de Jesús.

Entonces, para establecer un criterio de clasificación de estos sujetos se tomó como principio a aquellas personas a las que se les comenzó proceso en la misma Colonia, aunque se les haya nombrado venerable o beato posteriormente. De hecho, esta es la historia de casi todas las vidas ejemplares coloniales: además de Palafox, Rosa de Lima y Mariana de Jesús, se encuentran los conocidos casos de Martín de Porres y Pedro Claver. Este último, por ejemplo, murió en 1654, se le declaró venerable casi un siglo después (1747), fue beatificado en 1850 y canonizado en 1888. Los procesos eran tan demorados que incluso algunos santos importantes, como el medieval Duns Escoto, destacado defensor de la Inmaculada Concepción y muy pintado en estos siglos barrocos cuando era fuerte el debate inmaculista, fue beatificado hasta 1993. Estos casos muestran la dificultad de clasificarlos, pues la mayoría de ellos pasaron al menos por dos estadios —siervos y venerables— durante los siglos coloniales.

Ilustración 1. José Juárez, Milagros de Salvador de Horta. Óleo sobre tela, siglo XVII, Nueva España. Colección Museo Nacional de Arte, México. (Dominio público)

 

Teniendo en cuenta este aspecto, la clasificación se organizó por el nombre y, al agruparlos de esta manera, se hizo evidente que siendo venerables o beatos ya conservaban características que los acreditaban como tales y se les había asignado rasgos iconográficos. La venerable Mariana de Jesús lleva una azucena y los brazos cruzados sobre el pecho (ilustración 2, Arca 18955); el beato Salvador Horta predica a la multitud (ilustración 1, Arca 5595); mientras que a Duns Escoto se le representa de hábito, alado, con la serpiente del Apocalipsis y la Virgen Inmaculada (Arca 1189); y el siervo y ermitaño Gregorio López, de brazos cruzados y vestiduras café, aparece a veces con una imagen de su ermita (Arca 14808). Muchas de las pinturas de los sujetos ejemplares estaban visualmente historiadas, es decir, contaban la historia de sus vidas mostrando aquellas acciones por las que se les da el título que los santifica. Dos ejemplos interesantes son los veintiséis mártires de Nagasaki (beatificados en 1627), que generalmente son representados en la postura clásica del mártir: el momento que reciben la muerte en crucifixión (ilustración 3, Arca 648). De manera particular, el famoso venerable novohispano Sebastián de Aparicio (beato en 1789) aparece en varias pinturas de manera historiada, relatando acontecimientos famosos de su vida (Arca 14208) (Durán, 2008, p. 365).

Merecen una mención especial las series de beatos que se empleaban, a veces, para que la gente devota observara modelos de comportamiento. La mayoría de estas se disponían, al parecer, en iglesias, con el peligro de que se les rindiera culto público, lo cual estaba prohibido y podía malograr los procesos de canonización. Pero era importante en cuanto que si los beatos obraban milagros, acumulaban a su causa de santificación. Otras veces estas series de venerables o sujetos ejemplares se disponían en los claustros para que sirvieran como objetos de meditación (Arca 13397). Por esta razón tenían una cartela explicativa de sus vidas (Arca 19371) y, en el caso de los beatos, su representación podía ser bastante gráfica, exaltando el detalle del pathos para crear una conmoción en la meditación (Arca 19393). De cualquier manera, el porcentaje de representación de los beatos, americanos o europeos, fue bastante pequeño en comparación a los santos canonizados, pues no llegó, como muestra la gráfica, ni al 3 %.

Ilustración 2. Anónimo, Santa Mariana de Jesús Paredes. Óleo sobre tela, siglo XVIII. Nueva Granada. Colección Museo del Carmen, Villa de Leyva, Colombia. (Fotografía de Constanza Villalobos)

 

Santidad, política y cuerpo social

La proclamación de venerable o beato, entonces, es el paso previo y obligado para llegar a ser santo. En una sociedad sacralizada, como lo era la cultura colonial iberoamericana, este era el regalo más preciado y la más alta aspiración de cada comunidad. Se trataba de una especie de confirmación, por parte de Dios, a una ciudad, un virreinato o una región, de las buenas acciones de sus súbditos. Es decir, Dios “regalaba” santos para gratificar el buen comportamiento. Pero, por otro lado, para la Corona española tener santos indianos era una forma de mostrar los resultados del patronato regio, por lo cual, lograr la culminación del proceso se convirtió en un problema también político, en el que la Corona ponía todos sus esfuerzos. Esto llevó a que se diera una especie de competencia entre las diferentes regiones coloniales por hacer santos y, por supuesto, tener siervos, venerables y beatos era el primer paso. La rivalidad más acérrima se dio entre los virreinatos de la Nueva España y Perú. A finales del siglo XVII, Lima tenía tres en su haber —Toribio Mogrovejo, Luis Beltrán y la primera indiana, Rosa de Lima (Sánchez-Concha Barrios, 2003, p. 54)—, mientras que la Nueva España, solo a Felipe de Jesús. Estos eran los santos que habían prosperado, pero la solicitud de causas enviadas a Roma para ser estudiadas se contaba por cientos. Slo la ciudad de Puebla de los Ángeles puso más de cien causas entre los siglos XVII y XVIII (Rubial, 1999, p. 68).

La importancia de las vidas de estas mujeres era fundamental: el carácter de la salvación individual por medio de la penitencia y la oración, bajo la conciencia de que hacían catarsis para la salvación de todo el cuerpo social. Esta era la función del convento femenino, sufrir para la salvación del cuerpo social.

Este contexto específico justifica por qué era tan importante la santidad en la Colonia. Los sujetos ejemplares que participaban en los procesos procedían de todos los sectores sociales: laicos como Gregorio López, evangelizadores como los mártires de Nagasaki o Pedro Claver, obispos como Juan de Palafox, sacerdotes y hermanos de congregaciones (Rubial, 2006, p. 231). Pero estos no eran los únicos, en esta categoría deben considerarse las monjas coronadas, cuyos retratos se elaboraban precisamente por morir con fama de santidad, pero, salvo algunas excepciones, no siguieron procesos canónicos de santidad. La importancia de las vidas de estas mujeres era fundamental: a través de la idea de la salvación individual por medio de la penitencia y la oración tenían conciencia de que hacían catarsis para la salvación de todo el cuerpo social. Esta era la función del convento femenino, sufrir para la salvación del cuerpo social.

Ilustración 3. Lázaro Pardo de Lagos, Mártires franciscanos de Nagasaki. Óleo sobre tela, 1630, Cuzco, Perú. Convento la Recoleta, Cuzco. (Dominio público)

 

La pintura y su cultura visual participaban en estos acontecimientos al hacer pública la vida de estas mujeres; la idea es que por medio de la pintura se obraran prodigios que pudieran ser catalogados como milagros. La importancia de este culto a la posible santidad tenía también el objetivo de concebir la mística como un jardín cerrado, laberinto de espiritualidad, en el que a la actividad mística se le llamaba “flores de santidad” (flos sanctorum). El ideal era que la sociedad se convirtiera en un jardín florido, por eso se usaban nombres de flores: la Rosa de Lima, el Lirio de Bogotá, la Azucena de Quito o el Lirio de Puebla. Iniciar un proceso de beatificación en la cultura colonial era un incentivo para todos los cristianos, razón por la cual abundan las llamadas “beatas”, mujeres que dedicaban la vida a la oración y la penitencia sin pertenecer necesariamente a una orden religiosa (Rubial, 2006, p. 17). Recuérdese a la más famosa de todas, Rosa de Lima, laica terciaria dominica, que vivió su santidad en los aposentos de su casa, quien, además, de ser la primera santa indiana, fue uno de los procesos —políticos— de santidad más rápidos de su época: muere en 1617 y ya para 1671 es canonizada, una verdadera excepción de su tiempo (Mujica Pinilla, 2001, p. 249). Además, como puede observarse en la gráfica sobre los santos con más representaciones, es la cuarta con mayor cantidad de cuadros, muchos de cuando era venerable o beata, lo cual puede saberse porque no tiene aureola, lo que, sin duda, contribuyó a su proceso.

Finalmente, llama la atención que la gran mayoría de estos sujetos coloniales fueron beatificados o canonizados durante el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005), papa que en veintisiete años canonizó 482 personas y beatificó 1338, casi el mismo número de personas santificadas entre el 930 y 1978. Esta situación fue el resultado de una nueva revisión de las normas de canonización que se llevó a cabo en 1983 (Constitución apostólica Divinus perfectionis magister), lo que respondió a una política de flexibilización de los procesos de santidad como modelos contemporáneos de comportamiento. A propósito, y como dato curioso, Juan Pablo II se benefició de su propia política, pues su canonización es una de las más rápidas de la historia, tan solo en nueve años (2014).

 

 

 

Referencias bibliográficas y lecturas recomendadas

Durán, Norma. (2008). Retórica de la santidad. Renuncia, culpa y subjetividad en un caso novohispano. México: Universidad Iberoamericana.

Fries, Heinrich. (1979). Conceptos fundamentales de la teología. Madrid: Ediciones Cristiandad.

Mujica Pinilla, Ramón. (2001). Rosa Limensis. Mística, política e iconografía en torno a la patrona de América. Lima: IFEA – Fondo de Cultura Económica.

Rubial, Antonio. (1999). La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados de Nueva España. México: UNAM – Fondo de Cultura Económica.

Rubial, Antonio, Jiménez, Pedro Ángeles, Cué, Ana Laura y Berndt, Beatriz (1999). Seis glorias de espiritualidad. Una galería heróica novohispana. En Museo Nacional de Arte, Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España 1680-1750. México: Museo Nacional de Arte.

Rubial, Antonio. Profetisas y solitarios. (2006). En Espacios y mensajes de una religión dirigida por ermitaños y beatas laicos en las ciudades de Nueva España. México: Fondo de Cultura Económica.

Sánchez-Concha Barrios, Rafael. (2003). Santos y santidad en el Perú Virreinal. Lima: Vida y Espiritualidad.

 

 

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