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La ausencia de los otros coros angélicos

Otros coros angélicos

Michel de Certeau afirma que los problemas de la producción del discurso histórico no se encuentran solo en las presencias que muestran las fuentes, sino que a veces es más importante lo ausente. Es decir, preguntarse por lo que callan las fuentes. Y esta es precisamente la afirmación que permite acercarse a las dificultades que contiene la producción visual de los ángeles. De los nueve coros que defendía la tradición cristiana solo se encuentran representaciones del tercer coro —ángeles y arcángeles—, eventualmente del primer coro —querubines y serafines— y aparentemente las virtudes del segundo coro. La pregunta, entonces, es qué sucede en la cultura visual americana con los cuatro tipos de ángeles restantes, los cuales parecen no tener prácticamente ninguna importancia. En este caso habría que analizar la ausencia visual del primer coro —los tronos—, las dominaciones y potestades del segundo, y los principados del tercero.

Mapa 1. Porcentaje de coros angélicos con respecto a la categoría ángeles

En este sentido, pueden proponerse dos hipótesis con respecto a la presencia/ausencia de los ángeles en la cultura visual. La primera abogaría por un desconocimiento de los pintores coloniales con respecto a la importancia iconográfica de los coros angélicos, de manera que homologan su representación con aquellos cuyos atributos son más conocidos, ángeles y arcángeles, sin que lleguen a distinguirse las características particulares de cada uno de estos. De esta manera, puede pensarse que las instituciones de control de la Iglesia tuvieron fisuras o muy poco interés para que se cumpliera con las características de la iconografía de la angelología. Pero también hay que tener en cuenta que esta iconografía no es muy clara para los siglos XVI y XVII. La segunda hipótesis tiene un carácter más historiográfico, pues tendería a pensarse que la ausencia de los coros faltantes está más relacionada con la lectura que hacen los historiadores del arte, quienes desde una perspectiva secularizante perdieron del horizonte la distinción entre las diferentes características de los coros. Esto puede observarse en la manera como los distintos autores mencionan la información visual sobre el genérico de los “ángeles”, sin hacer distinción de los coros restantes.

Cualquiera de las dos hipótesis arroja el mismo problema: aparentemente existe una escasez de representaciones visuales o, al menos, no son nombradas este tipo de pinturas devocionales de los coros, no aparecen registradas en la cultura visual. Las pocas pinturas relacionadas con coros que no hacen parte de los tradicionales ángeles y arcángeles se localizan en algunas regiones de la Iberoamérica colonial, pero con cifras muy escasas. En Brasil colonial y Guatemala (mapa 1) son los lugares donde es más usual este tipo de pinturas. En menor medida, en la Audiencia de Charcas, donde puede explicarse el auge por la apropiación indígena de los ángeles. En lugares como la Nueva Granada son más propias las relaciones con las virtudes, ángeles que en principio encarnan una virtud, pero que en realidad son mucho más que eso, pues están relacionados con mundos teológicos más complejos. Los demás espacios coloniales tienen una presencia más acotada de estos otros coros, de los cuales debe resaltarse el caso de la Nueva España, donde su presencia tiene mayor riqueza narrativa.

 

Los coros en el tiempo

Este tipo de imágenes tienen una curva de temporalidad vinculada explícitamente con el siglo XVII (gráfica 1), época en que está visiblemente más presente este tipo de temas. En buena medida se debe a las conocidas condiciones que hacen que sociedades indígenas se apropien de estos símbolos. Los diversos subtemas tienen una presencia paralela, sin que se destaquen unos sobre otros.

Gráfica 1. Línea de tiempo de otros coros angélicos

 

Modelo de coros

La dificultad para clasificar las pinturas de coros angélicos depende de la escurridiza iconografía. Esta clasificación se hace aún más compleja debido a la ausencia de series que permitan definir las características de los coros y, además, complementar la tradicional iconografía de ángeles y arcángeles. De estos últimos, incluso, a veces no es clara la iconografía de los denominados apócrifos. En cualquiera de estos campos, la identificación de las características y atributos de los coros se basa en la tradición visual o en la persistencia pictórica de características para identificar un tema. Además, los tratados de pintura cristiana aportan elementos para establecer los atributos. Pero en el caso americano no hay ni una persistencia pictórica, como tampoco tratados que asignen características. Muchos autores de la historiografía del arte han seguido, principalmente, las pistas que proporcionan teólogos antiguos y medievales, como Dionisio Areopagita (Maquivar, 1993, p. 54). Pero esta información a veces no se sigue en la tradición visual colonial. Frente a lo ambiguo de un tema como este, queda la constatación de lo que “dicen” las series de pinturas de sí mismas. Pero al parecer estos coros angélicos no eran habitualmente objetos de culto devocional, por lo que las series son escasas: se encuentran solo dos novohispanas que pueden aportar datos.

Ilustración 1. Francisco Antonio Vallejo, Coros de ángeles llevando insignias eclesiásticas. Óleo sobre tela, 1780, Nueva España. Colección Philadelphia Museum of Arts, Filadelfia. (Dominio público)

 

Las dos series no tienen un modelo común. La primera es elaborada por el conocido pintor Juan Correa, y tiene en el centro de la pintura una figura humana que encarna al coro objeto de representación, porta un símbolo que lo caracteriza y está rodeado de otros seres como él, uno de los cuales lleva una inscripción dentro de una cinta con el nombre del coro. Los atributos van de esta manera: primer coro, serafines (pares de alas y corazones ardientes) (Arca 80); segundo coro, dominaciones (cetro y corona), virtudes (esferas) (Arca 82) y potestades (lanza y armadura) (Arca 85); y tercer coro, principados (corona simple) (Arca 817), arcángeles (balanza) (Arca 801) y ángeles (almas). La segunda serie, también novohispana, es atribuida a Francisco Antonio Vallejo hacia 1780 (ilustración 1 y 2), y en esta se distingue, en dos pinturas, una composición con varios ángeles, pero los atributos cambian. En esta secuencia están dispuestos de esta manera: primer coro, serafines (pares de alas), querubines y tronos (un trono cubierto con protección); segundo coro, dominaciones (cetro, corona real), virtudes y potestades (corona y cetro); y tercer coro, principados (corona simple), arcángeles (rayos y azucena) y ángeles (un niño) (Arca 9988, 9989).

Ilustración 2. Francisco Antonio Vallejo, Coros de ángeles llevando insignias eclesiásticas. Óleo sobre tela, 1780, Nueva España. Colección Philadelphia Museum of Arts, Filadelfia. (Dominio público)

 

Como puede apreciarse en las imágenes relacionadas, algunos coinciden, pero en otros los símbolos son distintos. Además, la identificación no es difícil porque cada coro está marcado por una inscripción. El problema se vuelve más interesante si se observan los arcángeles apócrifos, de los cuales muchos llevan símbolos relacionados con estos coros. En otras pinturas denominadas «virtudes», los ángeles llevan símbolos que no les corresponden, ramas (Arca 9236) como Ariel (Arca 4419), espigas, cipreses y coronas.

Con este recorrido se ha indicado la difícil interpretación de lo que comúnmente se denomina ángeles, pues tienen muchas formas. Pero, además, habría que llamar la atención sobre dos tipos de temas de pinturas que prácticamente no tienen representación: la caída de los ángeles rebeldes, de la cual solo se conoce un ejemplar (Arca 5658), y una pintura de adoración al niño Jesús en la que aparece san Miguel, aparentemente, sosteniendo al niño y rodeado de un sinfín de ángeles (Arca 10987), pero no parece haber conocimiento específico ni interés en representar los diversos coros angélicos.

Gráfica 2. Cuadro de porcentajes de los coros menos representados

 

El demonio en la pintura colonial

En esta historia visual de los ángeles hay un gran ausente, el demonio. Una figura importante pero marginal en la pintura colonial, que tuvo significación en la historia cultural de la América colonial. Cuando se considera a los ángeles, esto implica necesariamente una referencia al demonio, pues se trata fundamentalmente de un ángel caído. Sin embargo, hay una característica evidente y es que, a diferencia de los ángeles, al demonio no se lo individualizó en un retrato. Pero esto no es obstáculo para que su presencia se encuentre en cerca de 1,5 % de las pinturas, sin tener en cuenta las formas simbólicas o alegóricas —el anticristo, la serpiente, el dragón antiguo apocalíptico, el basilisco, etc.— en las que también solía pintarse. Se manifiesta en todo tipo de géneros visuales, como lo muestra la gráfica 3: en la vida de los santos; en situaciones donde se representa a la Virgen; en pinturas alegóricas y de moral; y en las cristológicas y las dogmáticas. En todas ellas aparecían características particulares, y el demonio encarna dos elementos: la idea del mal y los temores de la sociedad que lo pinta. En este sentido, el demonio acusa tras de sí una proyección de lo que una sociedad rechaza de sí misma. De esta forma, el demonio se pintó marginalmente, no fue un tema central ni siquiera en aquellas pinturas que trataban problemas dogmáticos. Su presencia era aleatoria, es decir, una figura que tenía una función específica en relación a la escena pintada.

Gráfica 3. Proporción de la presencia del demonio en los diversos temas coloniales

El demonio se pintó marginalmente, no fue un tema central ni siquiera en aquellas pinturas que trataban problemas dogmáticos.

Para destacar su importancia “marginal” quisiera resaltar cuatro escenarios en los que la imagen del demonio se representó con más fuerza en la pintura colonial. En primer lugar, vencido por san Miguel es el tema en el que aparece representado con más frecuencia (Arca 4116). El arcángel victorioso pisa al demonio. Su dominio sobre el mal es simbolizado a través de tres gestos: atado con cadenas, derrotado con la espada de la justicia o atravesado por la lanza. El segundo escenario se observa en el popular tema barroco de la Inmaculada Concepción (Arca 2573), quien pisa la serpiente o al demonio. La imagen era una alegoría que hacía alusión al triunfo de la Virgen al introducir a Cristo en el mundo, y en este sentido se la representaba como la nueva Eva: si una mujer introdujo el mal en el mundo al ser tentada por la serpiente, otra lo redimía. Su victoria se codifica al pisar a la serpiente que representaba al demonio, la bestia del Apocalipsis, que era también el pecado.

Ilustración 3. Juan Correa, El Niño Jesús con ángeles músicos. Óleo sobre tela, siglo XVII, Nueva España. Colección Museo Nacional de Arte, México. (Dominio público)

 

El tercer escenario tenía un sentido similar. Los purgatorios coloniales, lejos de ser una representación del destino del pecador o el reflejo de una cultura del temor, estaban relacionados con el Corpus Christi, es decir, con la comprensión de la sociedad como un cuerpo en el que cada miembro tenía una función particular. En algunas pinturas de juicios finales (Arca 5685) aparecía el demonio entre los condenados para comunicar el carácter punitivo y purgativo de este sagrado lugar, quien como el verdugo —en el caso de las pinturas de mártires— tenía por función servir de mediador de la justicia de Dios para la salvación de los hombres. Finalmente, el último espacio donde aparecía el demonio era en relación con la vida de algunos santos. Se trataba de resaltar la acción comunicativa de la santidad del sujeto por mediación de Dios. La vida de los santos, como bien lo destacaban sus hagiografías, estaban saturadas de acciones virtuosas y de luchas encarnizadas contra la tentación. El demonio era una figura presente y permanente en sus vidas. Las imágenes del demonio también cumplían la función de señalar la lucha o la victoria de una determinada virtud. Los santos eran, en esencia, aquellos sujetos que habían triunfado en su lucha contra el demonio.

Las tribulaciones se ilustraban con ejemplos tomados de la vida cotidiana y su problema central era consolidar el cuerpo social. La tribulación tenía un promotor principal, el demonio. En las prácticas de la piedad, las imágenes y los significados del demonio eran múltiples porque estaba supeditado a las codificaciones del mestizaje cultural.

La característica común a los cuatro escenarios en los que se representaba al demonio era que este tenía la función de servir como instrumento de la justicia de Dios. En la cultura barroca, la vida se concebía como un gran teatro, en el que lo cotidiano era un continuo devenir de conflictos. Para definir esta situación se empleó el término de tribulación, la cual nacía de los obstáculos que se interponían para aceptar la voluntad de Dios. Las pinturas, como la literatura edificante colonial, trataban de indicar el valor pedagógico de la duda y la crisis de fe, de cuyo seno resultaba la fortaleza. Las tribulaciones se ilustraban con ejemplos tomados de la vida cotidiana y su problema central era consolidar el cuerpo social. La tribulación tenía un promotor principal, el demonio. En las prácticas de la piedad, las imágenes y los significados del demonio eran múltiples porque estaba supeditado a las codificaciones del mestizaje cultural. Sin embargo, como las narraciones visuales tenían una intención moralizante, el tratamiento de esta figura se hacía desde la más estricta ortodoxia. Como figura omnipresente simbolizaba la tentación, la maldad, la tribulación y el engaño; es decir, se comportaba como el comodín del que destilaban todos los vicios y males.

Pese a que en las prácticas populares subsistía la idea del dualismo —es decir, de un demonio que actuaba independiente de Dios—, la ortodoxia católica defendió la idea de que el demonio era una figura que dependía de Dios, una especie de “pedagogía divina”. Siguiendo el texto de Job del Antiguo Testamento, el demonio era una figura que servía para tentar y probar la fe frente a las tribulaciones, y en este sentido encarnaba la justicia de Dios. Es por esta razón que, en algunas representaciones coloniales, el demonio aparecía sosteniendo un libro cuyo texto advertía la justicia de Dios: retóricamente, el demonio era una figura poderosa que servía para resaltar la virtud por oposición al vituperio, por lo que se convertía en un importante recurso narrativo con el que se quería mostrar el arduo camino de la perfección. Vencer a Satán también era un prodigio, lo milagroso atestiguaba la presencia divina y hacía públicos los dones que Dios quería dar a través del santo.

 

 

 

Referencias bibliográficas y lecturas recomendadas

Cervantes, Fernando y Redden, Andrew. (2013). Angels, Demons and the New World. Cambridge University Press.

Gisbert, Teresa. (2001). El paraíso de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina. La Paz: Plural editores.

Haag, Herbert. (1978). El diablo. Su existencia como problema. Barcelona: editorial Herder.

Maquívar, María Consuelo. (1993). Ángeles y arcángeles. México: Mexival – Banpaís.

 

 

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