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Las “escuelas”: circulación de obras y regiones visuales

Regiones y escuelas

El encuentro de civilizaciones en América fue tan complejo que es difícil hacer generalizaciones frente a los procesos de las regiones ocupadas tanto por españoles como portugueses. Sin embargo, pese a las diferencias, el ordenamiento de las sociedades coloniales estaba definido hacia finales del siglo XVI, cuando terminaba la etapa de poblamiento. Aunque este no ocurrió de manera sistemática y en igualdad de condiciones en todos los lugares de la América colonial, al despuntar el siglo XVII ya se habían fundado la mayor parte de los centros urbanos, que habían servido como plataforma para el proceso de conquista y poblamiento. Pero no era suficiente con la fundación, otros factores dinamizaban el fenómeno de lo urbano y sus entramados sociales. Para el efecto, dos elementos fueron determinantes: la instalación de las órdenes religiosas más importantes, que ya hacían presencia en buena parte de las ciudades, y la conformación del poder económico representado en comercio y en la configuración de los diferentes oficios.

Mapa 1. Ejemplo de circulación de las obras quiteñas identificadas para esta investigación

Estos dos aspectos —órdenes religiosas y una base económica definida en cualquier fase— eran, entre otras causas, los que posibilitaba el consumo de pintura. La pintura era un oficio mecánico, sus materiales no eran fáciles de conseguir y requería de un trabajo “especializado”, por lo tanto, los costos para producir una obra podían ser altos, por lo que no era accesible a la gente común. Por esta razón, sus principales comitentes estaban vinculados a los espacios religiosos —conventos, iglesias, capillas y oratorios—, pero también se empleaba como objeto decorativo. Por tanto, el consumo de pinturas y la consecuente aparición de talleres requerían de órdenes religiosas, que eran las que más demandaban objetos visuales. Si no lo hacían directamente eran las encargados de organizar los espacios laicos que demandaban la obra, lo que se llevaba a cabo a través de las cofradías, por ejemplo. Así también, la actividad económica sostenida permitía la demanda de objetos visuales. Esta es una de las razones que explican por qué la producción de obra visual fue tan escasa en el siglo XVI.

La pintura era un oficio mecánico, sus materiales no eran fáciles de conseguir y requería de un trabajo “especializado”, por lo tanto, los costos para producir una obra podían ser altos, por lo que no era tan accesible a la gente común. Por esta razón, sus principales comitentes estaban vinculados a los espacios religiosos.

Pero esto no era suficiente. Se necesitaban la integración al ordenamiento social de personas capacitadas en el oficio de la pintura, lo que comenzó a darse en las últimas décadas del siglo XVI, al menos en la Nueva España, donde las condiciones económicas, sumadas a la presencia de una corte virreinal y el poder económico, demandaron tempranamente la producción de pintura (Gutiérrez Haces, 2004, p. 37). Sin embargo, así no sucedió en otras partes de América. La formación de talleres organizados por estos primeros inmigrantes a través de los sistemas tácitos o expresos de gremios permitió que se consolidara el arte de la pintura, por supuesto en tiempos distintos. Lentamente, entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, se consolidaron talleres de producción de pintura, de los cuales algunos lograron alcanzar un estilo particular y elementos característicos en su labor.

La consolidación de los talleres tuvo alcances interesantes en la medida en que consiguieron obtener prestigio por sus elaboraciones, lo que incrementó la demanda. Algunas ciudades lograron acumular talleres con una gran producción visual, lo que les permitió convertirse en proveedores regionales y conformar circuitos de mercados de arte para su región, como fue el caso de Quito (Ortiz, 2007). Es aquí donde se hace efectiva la geografía de la cultura visual. El caso de América del Sur es ilustrativo. Las ciudades de Cuzco, Lima, Potosí y Quito tuvieron importantes talleres de pintura con características estilísticas y temáticas muy propias, que no solo atendieron la demanda urbana y regional inmediata. Ejemplos de estilo de dos importantes obradores pueden observarse en las imágenes 1 y 2, el novohispano José de Páez y el quiteño Miguel de Santiago. Sus redes se extendían mucho más allá, de modo que su producción servía tanto para abastecer lo local como lo suprarregional (Gisbert, 2004, p. 147).

Ilustración 1. José de Páez, San Juan Nepomuceno. Óleo sobre cobre, siglo XVIII, Nueva España. Colección San Antonio Museum of Art, San Antonio (Texas). (Dominio público)

 

Quito, por ejemplo, desde el siglo XVII produjo objetos visuales devocionales y seculares que circularon prácticamente por toda Iberoamérica, e incluso se exportaron a España. Cubrían las áreas donde la cultura visual era mucho más precaria, como la provincia de Antioquia (en el occidente de la Nueva Granada), y el Reino de Chile y el Virreinato del Río de la Plata (Ortiz, 2007, p. 12). El mapa 1 muestra algunos ejemplos de circulación de la obra quiteña en el entorno regional, lo mismo que la línea de tiempo (gráfica 1). La pintura de la ilustración 2 es un ejemplo de obra quiteña en la catedral de Bogotá. Esta demanda de pintura producida en Quito se mantuvo al menos hasta la primera mitad del siglo XIX. Incluso, desde finales del siglo XVIII, se “exportaban” pintores. Igual sucedía con Cuzco y Potosí, pues la fama de su producción generó circuitos que abastecían el sur del continente, principalmente el Reino de Chile y el Virreinato del Río de la Plata. Por su parte, la Nueva España no se quedaba atrás: sus pintores abastecían la demanda de su región y el Caribe, incluyendo la capitanía de Venezuela, principalmente. Estas redes destacan, entonces, la conformación de regiones productoras, como las mencionadas, así como también la precariedad de otros territorios para abastecerse de estos objetos. Este comercio y circulación también permitió el movimiento de las devociones.

Gráfica 1. Línea de tiempo de los temas coloniales de las obras quiteñas identificadas para esta investigación

En este contexto, muchos autores han advertido que debe tenerse cuidado con la expresión “escuelas”, concepto acuñado y muy popular entre finales del siglo XIX y primera década del siglo XX para designar una tendencia estética o un tipo de taller (Fernández-Salvador, 2007, p. 115). Es decir, la naciente historiografía moderna de cada país “nacionalizó” su arte, vinculando las obras a “escuelas nacionales”, de manera que las separó de su área de producción cultural colonial. Estas designaciones hacen parte de una manera de observar la formación de las economías y los comercios de arte desde la perspectiva de los valores y la necesidad de crear nación en el siglo XIX, y no desde la perspectiva de las redes comerciales y las necesidades de la cultura visual, tal y como se encarnaban en el periodo colonial.

Las tensiones artísticas y demás elementos que hacen la “estética” de una obra forman parte de una tradición. La obra contiene características especiales relacionadas con el ejercicio de un tipo de arte y los mecanismos sociales que aseguran su prestigio. Pero también debe tenerse en cuenta que en la gran mayoría de las regiones americanas existe cultura visual sin que necesariamente existan tradiciones pictóricas, pues no todas tuvieron condiciones para que existiera producción y consumo vinculado a la exportación de objetos visuales, como sucedió, por ejemplo, en Santafé, Caracas o Guatemala. Tenían talleres y una producción que abastecía un mercado pequeño, pero no capacidad para su exportación.

Ilustración 2. Miguel de Santiago, Visión de Ezequiel en el valle de los muertos. Serie el Credo. Óleo sobre tela, segunda mitad del siglo XVII, Quito. Catedral de Bogotá, Colombia. (Fotografía de Constanza Villalobos)

 

La conformación de la idea de “escuelas” artísticas no hace parte entonces ni de una conciencia colonial de la labor de la pintura, como tampoco de los factores que determinaron la diferenciación regional en la manera como se percibía la pintura y lo que esta comunicaba. Esta aseveración es más bien una marca historiográfica que resulta de la comparación de estas producciones regionales con las maneras como se dio el desarrollo de las artes en Europa, donde, en condiciones completamente distintas, sí existían escuelas. Los territorios coloniales que recibieron mayor influencia europea, el Perú y la Nueva España, son los que la historiografía tradicional ha resaltado como los lugares donde se formaron las “escuelas” pictóricas y hubo mayor profusión de temas e innovaciones visuales (Flores Flores y Fernández Flores, 2008). Pero el proceso fue más complicado porque la diferenciación se vio afectada por las raíces visuales nativas que precedieron a la llegada de los españoles, las diferencias étnicas en los diversos espacios coloniales, los heterogéneos sistemas de evangelización y cristianización, la apropiación de la riqueza económica, los ordenamientos sociales, las diferentes prácticas religiosas y devocionales, la conformación de una cultura letrada, así como los procesos de sincretismo y mestizaje.

Todos estos elementos permiten adaptar la producción visual a ciertas características regionales y a necesidades visuales que no son las de los siglos republicanos. Esto explica las profundas diferencias tanto en el volumen de la producción como en los ejes temáticos y en las características visuales de estas representaciones. Con el despertar de los nacionalismos del siglo XIX, los nuevos países implementaron mecanismos —como la exhibición, el museo o el coleccionismo— con los que pretendían rescatar y valorar la obra colonial. Para la constitución del canon del arte colonial, la naciente investigación se preocupó por el dato de la obra, especialmente autoría y fecha. De allí provienen las invenciones de lo colonial, como las “escuelas” que tanto afectan la posibilidad de restituir las pinturas a su contexto original.

 

 

Referencias bibliográficas y lecturas recomendadas

Fernández-Salvador, Carmen. (2007). Arte colonial quiteño. Renovado enfoque y nuevos actores. Quito: Fonsal.

Flores Flores, Óscar y Fernández Flores, Ligia. (2008). En torno a la koineización pictórica en los reinos de la monarquía hispánica. En Juana Gutiérrez Haces y Jonathan Brown, Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico, siglos XVI-XVIII. México: Fondo Cultural Banamex.

Gisbert, Teresa. (2004). La conciencia de un arte propio en la pintura virreinal andina. En María Concepción García Saiz y Juana Gutiérrez Haces, Tradición, estilo o escuela en la pintura iberoamericana, siglos XVI-XVIII. México: Universidad Nacional Autónoma de México – Fomento Cultural Banamex – OEI – Banco de Crédito del Perú.

Gutiérrez Haces, Juana. (2004). Tradición, estilo y escuela en la historiografía del arte virreinal mexicano. Reflexión en dos tiempos. En María Concepción García Saiz y Juana Gutiérrez Haces, Tradición, estilo o escuela en la pintura iberoamericana siglos XVI-XVIII. México: Universidad Nacional Autónoma de México – Fomento Cultural Banamex – OEI – Banco de Crédito del Perú.

Ortiz Crespo, Alfonso. (2007). Arte quiteño más allá de Quito. Quito: Fonsal.

Wuffarden, Luis Eduardo. (2014). Surgimiento y auge de las escuelas regionales, 1670-1750. En Luisa Elena Alcalá y Jonathan Brown, Pintura en Hispanoamérica. 1550-1820. Madrid: Ediciones El Viso – Banamex.

 

 

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